- La España de Felipe II


Capítulo 18. Últimos años


RUINA EN EL PAÍS Y MALESTAR EN LA POBLACIÓN, AÑOS 90. En las Cortes de 1590 Felipe II solicitó un servicio de 8 millones de ducados [300 millones euros] a recaudar en 6 años. Los procuradores mostraron su abierta oposición, pues el pueblo estaba en la miseria y ya no podía más. Había que dar un respiro a la población, “que V.M., como rey natural y verdadero señor, nos vaya a la mano y de tal manera mida nuestra posibilidad que, no agotándose, podamos ir cobrando fuerzas para servir en las ocasiones que se ofrecieren”, le dijeron los procuradores. Añadieron que era necesario parar ya las guerras de religión, pues si algunas europeos se salían de la verdadera fe “que pues ellos se quieren perder, que se pierdan”.

El impuesto de los “millones” de Castilla (así se conoció popularmente el servicio de los 8 millones de ducados) y el descrédito por lo sucedido en Aragón con el asunto de Antonio Pérez estaban produciendo un gran malestar entre los españoles. 

La derrota de la Armada Invencible también fue un golpe muy duro en las conciencias de las gentes. La indignación era tal que parecía que el país estaba al borde de la sublevación.

La gente pasaba hambre y muchos pueblos se negaron a pagar los impuestos.


En 1591, en Ávila se colocaron octavillas de protesta a la puerta de la catedral y otros lugares. Dos nobles, un clérigo, dos licenciados y un escribano fueron procesados. Un par de ellos fueron condenados a muerte, otros dos condenados a 10 años de galeras y el resto a diversas multas. La población avulense estaba aterrorizada con una represión tan salvaje. En muchas otras ciudades se habían producido protestas por los nuevos impuestos y en ninguna se habían tomado tales medidas. Pero Felipe II tenía una fijación obsesiva con Ávila: la ciudad había actuado contra Enrique IV en 1465 y había sido también un bastión de los Comuneros en 1520: “¿no depusieron ahí al rey D. Enrique y favorecieron a Juan de Padilla, tirano?", exclamó el rey. Según él, sólo se trataba de prevenir males mayores.

En las Cortes de 1592 se afirmaba con rotundidad que las guerras de Felipe II habían arruinado a España y que por eso la población vivía en la miseria. En Portugal se comenzaba a hablar de levantarse contra el poder de Felipe II, país en el que la situación económica y social se había deteriorado enormemente.

Movimientos mesiánicos portugueses anunciaban la llegada del fallecido rey Sebastián.

En 1594, 1597 y 1598 se perdieron las cosechas a causa del mal tiempo. En Italia sucedió lo mismo en 1590 y 1591, con lo que el grano italiano ya no pudo socorrer a la población de España. Nápoles estuvo a punto de rebelarse. La ciudad de Quito se sublevó en 1592.

En Castilla hubo protestas contra los “millones”. La gente pasaba hambre y muchos pueblos se negaron a pagar los impuestos. El crédito de la monarquía estaba por los suelos. Las críticas a la Corona eran continuas.


UN REY ENFERMO QUE YA NO PUEDE GOBERNAR, AÑOS 90. Desde 1593 el estado de salud del rey era muy preocupante y ya no atendía los temas de gobierno como en él era habitual. Era incapaz de escribir. El embajador veneciano Contarini explicaba en ese año que Felipe II tenía ya una edad "peligrosísima para todos los viejos" y que el rey era "un grave e intolerable peso" para el gobierno de su país. En la Navidad apareció en público el príncipe Felipe a caballo y solo, sin su padre. Era la muestra de que algo estaba pasando.

Se recurrió al archiduque Alberto, que estaba ejerciendo de virrey de Portugal, para que asumiera las funciones de gobierno que Felipe no podía atender. "Dias ha que ando yo pensando y mirando en esto de traer por aca a my sobrino", comentó el rey en una ocasión. Felipe II le explicó a su secretario Moura que las tareas de gobierno "me han apretado aún más los deste año que los de antaño, y por esto deseo hacer acá mi sobrino, en que he pensado harto". El archiduque Alberto llegó a San Lorenzo de El Escorial en septiembre de 1593. Tenía 34 años. Pero dos años más tarde Alberto fue nombrado gobernador de los Países Bajos, con lo que desaparecía de la escena política uno de los hombres de mayor confianza del rey. En febrero de 1595 había fallecido el gobernador de los Países Bajos, el archiduque Ernesto y no se encontraba mejor candidato para sustituirlo.

En realidad, los consejeros que llevaban las riendas del gobierno eran la Junta formada por Cristóbal de Moura, Juan de Idiáquez y Chinchón. El príncipe Felipe aún era muy joven y tampoco parecía tener un nivel de estadista muy sobresaliente. Todos los asuntos pasaban por esta Junta tripartita; dentro de ella, el papel más destacado lo jugaban Moura e Idiáquez. Moura trataba los temas internos e Idiáquez los de política internacional. El resto de órganos de gobierno (Consejo de Estado y diversas Juntas) habían perdido cada vez más protagonismo en los últimos años. "Y los otros consejos no tienen parte en cosa alguna de lo que ocurre en el día, pero se le delegan algunos asuntos de poca importancia", comentaba el embajador veneciano Contarini en 1593.

La actividad del monarca se limitaba necesariamente día a día. Ordenó en abril de 1594 que "de aqui adelante no me enbieis nada sino antes de comer, porque despues desconciértame lo que tengo ya por las tardes". Su hija Isabel le acompañaba a todas partes, le leía documentos, le informaba y le aconsejaba. Felipe II era un inválido que ya no podía estar al frente de un gobierno. Ni física ni mentalmente estaba ya a la altura de las circunstancias desde hacía tiempo.

Se esperaba un fatal desenlace inminente. El enviado veneciano Vendramin comentaba en marzo de 1595 que "los médicos dicen que su cuerpo está tan enflaquecido y débil que es casi imposible que un ser humano en tal estado viva mucho tiempo (…). Sufre mucho de la gota. Su constitución es delicada... No encuentra placer en ninguna distracción y se aleja de ellas... Tiene una gravedad singular y escucha con paciencia y atención incluso a los que vienen a hablarle de las cosas más fútiles. Presume de tener una memoria excelente... De las dos virtudes que deben sobre todo resplandecer en los príncipes, una, la justicia le caracteriza principalmente; la otra, la liberalidad, no la posee en tan alto grado, pues gasta poco y no provee muchos cargos de su casa que quedan vacantes, contra la costumbre de sus predecesores, sea porque no quiera elevar demasiado a los que sirven, o por hacer economías. Esta parsimonia ha dado lugar a que se diga que no hay en España quien emplee mejor cien escudos que el rey... Soporta las injurias, pero no las olvida. Escribe día y noche, y se dice, que lo que su padre adquirió con la espada él lo conserva con la pluma”.


TESTAMENTO DE FELIPE II, 1594. En marzo de 1594 Felipe II hizo su testamento. En muchos aspectos era copia del testamento de su padre, haciendo referencias a la religión y a la próxima muerte: “Conosciendo cómo, según doctrina del apostol San Pablo, después del pecado está estatuido por la Divina Providencia que todos los hombres mueran en su castigo… (…) cuando la esperamos [la muerte] con debido aparejo de vida y la sufrimos con paciencia (…) ayudado por el divino favor a que sea tal que consiga bien morir (…) sin que tentación alguna, ni ilusión del demonio, enemigo del género humano (…) suplico a la gloriosísima y purísima Virgen y Madre de Dios, adbogada de los pecadores y mía, que en la hora de mi muerte, no me desampare”. A su muerte, se habían de decir 30,000 misas por la salvación de su alma, la misma cifra que figuraba en el testamento de Carlos V. Continuaba el documento hablando de la sucesión y, después, los problemas de política internacional. Finalmente, hacía reflexiones sobre temas concretos, como El Escorial o las reliquias.

Los consejos que daba a su hijo eran los mismos que en su día le dio su padre a él. “Que sea muy humano y benigno a sus súbditos y naturales”. El príncipe se había de dejar aconsejar por una serie de personas que su padre le indicaba, “que en la gobernación dellos [sus súbditos] se guíe y gobierne con forme al paresçer de las personas que le dexo señaladas en un papel firmado de mi mano (…) y esto se entiende hasta que llegue a la edad de veinte años”. 

En política exterior, España se tenía que desprender de los Países Bajos, entregando su gobierno a Isabel Clara Eugenia «para alivio destos Reinos». En lo referente a Portugal, lo contrario; se había conseguido la unidad peninsular y esto ya no tenía vuelta atrás: “Declaro expresamente que quiero y es mi voluntad que los dichos Reinos de la corona de Portugal hayan siempre de andar y anden juntos y unidos con los Reinos de la corona de Castilla sin que jamás se puedan dividir ni apartar los unos de los otros por ninguna cosa que sea o ser pueda (…) por ser esto lo que más conviene para la seguridad, augmento y buen gobierno de los unos y de los otros y para poder mejor ensanchar nuestra Sancta fe Católica y acudir a la defensa de la Iglesia”.

En agosto de 1597 redactó un complemento a su testamento de 1594. Se habían de quemar todos los papeles de su confesor: "todos los papeles de fray Diego de Chaves, defuncto, que fue mi confessor, escritos dél para mi o mios para él, se quemen", con lo que desaparecería un fuente documental inestimable para investigadores posteriores. También dispuso lo que había que hacer con sus papeles personales: "la escrituras de importancia se llevaran a Simancas, y los otros papeles de cosas viejas se quemarán".

El embajador veneciano comentaba sobre Felipe II en marzo de 1595 que "los médicos dicen que su cuerpo está tan enflaquecido y débil que es casi imposible que un ser humano en tal estado viva mucho tiempo”.


CONSEJOS A SU HIJO, 1595. En 1595 delegó todas sus funciones en su hijo, aunque estaba seguro que no reunía cualidades para tomar en sus manos las riendas del país. Le escribió una serie de recomendaciones, recogidas en un documento de julio de ese año, que tenía releer «las veces que fuere menester, para tenerlas en la memoria».

«Tiempo es que nos ayudemos», era en resumen lo que esperaba del príncipe. Le indicaba a su hijo cómo conducirse en las audiencias, en los Consejos y en los temas de Estado. También le recordaba el amor que le tenía, “de lo que sabéis que os quiero podéis inferir el ánimo y amor con que esto os digo”.

El encabezamiento del documento decía: "Pues Dios os ha dado la salud que deseaba y estáis en edad para tratar de cumplir con parte de las obligaciones de quien sois, tiempo es que nos ayudemos". El príncipe debía asistir a todos los actos y reuniones públicas (audiencias, consejos…), apoyarse en el consejo de don Cristóbal de Moura y informar a su padre de la marcha de los acontecimientos. Asistiría a misa a las 9 de la mañana, comería en público y saldría a montar al parque algunas tardes; su rutina diaria consistiría en levantarse a las 8, salir a montar a caballo o a cazar liebres, oír misa y dar audiencias. Por la tarde, algunas veces debía estudiar, mientras que de 6 a 8 de la tarde asistiría a los consejos importantes y a las 10 de la noche tenía que estar en la cama.

Avisó a su hijo que lo de gobernar no era agradable, más bien era como una esclavitud. “Debéis hurtar las horas de tus comodidades para emplearlas en trabajar y atender a los negocios de tu Reino y al bien común de tus vasallos... porque el ser rey, si se ha de ser como se debe, no es otra cosa que una esclavitud que trae consigo la corona…”

El príncipe Felipe contaba entonces con 18 años y no se distinguía especialmente por su inteligencia o capacidad de mando y ni siquiera había aprendido el manejo de las armas. Además, preocupaba su mala salud. Con 12 años su tutor decía de él que era "bien entendido y muy amigo de no estar ocioso", como una manera de decir que no servía para nada, y añadía que era "en muchas cosas muy niño". Con 15 años un embajador decía del príncipe que era "de poca fuerza, de pequeña estatura, de ánimo pacífico" y que simplemente trataba de imitar a su padre, aunque en asuntos de Estado su ignorancia era absoluta y su mayor interés era tocar la guitarra. Cuando asistía a reuniones oficiales, estaba callado todo el rato, no emitía opinión alguna, por lo que Felipe II se vio obligado a intervenir en política mucho más de lo que su estado de salud le permitía. Moura en 1596 comentaba que "Su Magd. no dejará de hacer lo que quisiere, como suele por mas que le prediquemos".


RECLUIDO EN UNA SILLA ARTICULADA, 1595. El ayudante del rey Jean L'hermite construyó en 1595 una silla articulada, pues el monarca tenía tantos dolores que ni en la cama ni sentado encontraba alivio. También se tomó la medida de vestirlo con ropas ligeras para que no le apretaran las articulaciones aquejadas de artritis. Su vida transcurría de su cama a la silla y de ésta a su cama y así podía estar en condiciones de atender algunos asuntos. 

Con esta silla lo trasladaron a Aranjuez y al Pardo y con ella fue llevado a El Escorial, donde murió. Actualmente, la silla se puede contemplar en El Escorial.

Hacia marzo de 1596 la salud del monarca empeoró seriamente. Su edad avanzada no auguraba nada bueno, mientras que el exceso de trabajo, la cantidad de temas a los que había de hacer frente le llevaban al agotamiento. En abril la gota "alcanzó tal intensidad de dolor que su brazo derecho no tiene fuerza", comenzó la hidropesía, el abdomen y las piernas se le hinchaban y la sed no le abandonaba. Las crisis de salud se hicieron recurrentes. En varios períodos estuvo durante meses sin despachar ningún documento: entre mayo y junio de 1595, marzo y abril de 1596, primavera de 1597 y casi todo el año 1598.

En 1597 Felipe no pudo moverse de Madrid durante parte del año debido a su enfermedad. Se le abrieron varias llagas en los dedos de manos y pies a causa de la gota. En septiembre el embajador Nani relataba que "la gota atacó su cuello y le causó alguna dificultad al comer. Tenía fiebre muy alta, acompañada de gran debilidad, pérdida de apetito y de sueño".

Autorizó a su hijo para que firmara documentos en su nombre. En estos momentos, Felipe II firmaba con un sello de goma en el que habían grabado su rúbrica. “Assimismo, porque atento el impedimento de mi mano, y porque es tiempo que nos ayudemos, el Príncipe, mi hijo, y yo, y para más información y noticia suya y más breve y mejor expediente de los negocios, tengo resuelto que mi hijo firme por mí todas las cartas, cédulas y despachos que se hicieren”.


MUERTE DE CATALINA, 1597. En 1597, Felipe II recibió la noticia de la muerte de su hija Catalina Micaela, casada con el duque de Saboya, tras dar a luz. Tenía 30 años. Fue un golpe emocional terrible para el monarca español, en los últimos años de su vida y con una salud tan débil. Un cortesano observó la reacción del monarca: "Nunca para siempre jamas le vieran hacer semejante sentimiento como ahora, ni en muerte de hijos, ni de mujer, ni perdida de armada [...]. Y ansí le quitó muchos dias de vida y salud".


EN VISTA DE LA INEPTITUD DE SU HIJO PARA GOBERNAR, FELIPE II LLEGA A PACTOS CON LAS POTENCIAS EUROPEAS, 1598. Consciente de que su vida se acababa y de que su hijo, el futuro Felipe III, no reunía las condiciones mínimas para acceder al trono, Felipe decidió llegar a una serie de pactos con las potencias del momento con la intención de que el reinado de su sucesor fuera lo menos complicado posible.

En mayo 1598 se firmó con Francia el humillante tratado de Vervins, que ponía fin a la guerra con Enrique IV. Felipe cedió los Países Bajos al archiduque Alberto y a su esposa Isabel Clara Eugenia, lo que suponía que este país tomaba un camino propio cada vez más alejado de Madrid. Después de la muerte de Felipe II, se firmó con Inglaterra (1604) y con Holanda (1609) sendos tratados de paz. Estaba claro que, con las arcas vacías y un país sumido en guerras y conflictos durante todo un siglo, España dimitía de ser el país más poderoso de Europa.


FALLECIMIENTO DE FELIPE II, 1598. En 1598 la situación llegaba al límite. La agonía fue terrible y duró 53 días. Llagas cubrían su cuerpo, de modo que no se le podía mover o cambiar de ropa, el dolor era inaguantable y ya no se podía mover de la cama, el olor que producían tanto esas llagas como la suciedad de sus ropas era insoportable. Falleció el 13 de septiembre a los 71 años de edad en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. 

En junio de 1598 Felipe quiso que le trasladaran de Madrid a El Escorial; tenía claro que iba a morir y quería hacerlo en este monasterio, y aunque los médicos aconsejaron que no se moviera de la capital, el monarca no hizo caso. El viaje duró 4 días y se hizo en una silla especial que se convertía en litera, hecha a partir de la que había diseñado Jean Lhermite. Un fraile de El Escorial relata el buen estado de ánimo del rey, a pesar de todo: "Venia casi hechado en la silla. Preguntandole como venia, respondio con alegre semblante, que muy bueno".

El esfuerzo físico por el viaje le pasó factura a Felipe. Moura cuenta que "Su Magd. vino bueno por el camino, y tambien lo estuvo aqui de manera que tuvimos pensamiento de passar adelante. Despues fue tocado de los achaques". Tuvo una subida de fiebre bastante severa y, luego, se vio afectado por un absceso en un muslo y en todo su cuerpo, mientras que las llagas de manos y pies tenían cada vez peor aspecto. Con el vientre y muslos hinchados a causa de la hidropesía (acumulación de líquido), el resto del cuerpo presentaba un aspecto esquelético, su mano derecha había perdido toda movilidad y ya no podía firmar documentos. Especialmente en los 10 últimos años la gota prácticamente lo había paralizado físicamente.

El 22 de julio de 1598 hizo confesión general durante 3 días. El cirujano Juan de Vergara la quitó un absceso en la rodilla; el dolor debió ser infinito, pero Felipe no se quejó en ningún momento. 

En agosto, Felipe pidió que le trajeran varias reliquias: el brazo de san Vicente Ferrer y la rodilla de san Sebastián, que se pusieron sobre la pierna enferma del rey. Se hicieron varias plegarias y se roció al monarca con agua bendita. 

La agonía de 53 días vino acompañada de varias enfermedades: gota, artrosis, fiebres, hidropesia y otras.

El 12 de agosto, el embajador veneciano Soranzo resumía la situación: "la fiebre es continua y con violentos paroxismos. Su fuerza se debilita. Los médicos declaran que les quedan pocas esperanzas". Y añadía que "Su Majestad ha hecho alarde una increíble paciencia en sus agudos sufrimientos causados por la gota y las numerosas llagas que lo cubren. Su valor no lo ha abandonado. Se ha familiarizado mucho no sólo con la idea de la muerte, sino con los detalles de lo que habrá de hacerse cuando él se haya ido".

El 1 de septiembre le dieron la extremaunción "mientras aún está consciente y puede hacer los responsos". También "pidió la cruz que su padre el Emperador sostenía en el momento de su muerte. 

Mandó por el príncipe y le dijo que se quedara para la ceremonia y que contemplara este ejemplo de miseria terrenal" (…) “porque veáis en lo que paran las monarquías deste mundo”. Una tremenda lección de humildad. Esta ceremonia, en la que participaron más de una veintena de personajes, clérigos y consejeros además de familiares, fue la despedida final. Cuando la ceremonia terminó, Felipe pidió que se retiraran todos menos su hijo. Allí le volvió a dar una serie de consejos.

Felipe comulgó por última vez el 8 de septiembre. Los médicos recomendaron que no volviese a comulgar, pues había peligro de que se ahogase con la hostia. En estos días le leían pasajes de la Biblia y de obras de fray Luis de Granada, pues Felipe era ya incapaz de sostener un libro y muchos menos de leerlo.

La agonía de 53 días vino acompañada de varias enfermedades: gota, artrosis, fiebres, hidropesia y otras. Como el rey estaba en cama todo el día, no se podían cambiar las sábanas ni mudar la ropa. Las llagas producían un hedor insoportable. El rey evacuaba en la cama. Toda la habitación presentaba “un pestilente olor”. 

El 11 de septiembre, sus dos hijos fueron a despedirse de su padre, que estaba agonizando. El rey había dispuesto todos los detalles de su muerte, incluso el peso que debía tener su ataúd y que había de envolvérsele en tela y en una caja de plomo para no producir ningún olor. También dispuso que había de morir con una vela en una mano dedicada a la Virgen de Montserrat; en la otra mano, el crucifijo que sostuvo su padre en su lecho de muerte. Montserrat, en Catalunya, era un santuario al que Felipe le tenía una gran devoción.

A las tres de la mañana del día 13 de septiembre, dijo a sus consejeros: "dad acá, que ya es tiempo". Era la señal para que le colocaran en las manos la vela de la Virgen y el crucifijo de su padre. Felipe murió dos horas más tarde. Fue enterrado junto a su esposa Anna.

La muerte había perseguido a Felipe II durante toda su vida. Su madre falleció cuando el monarca tenía 12 años. Se casó 4 veces pero todas sus mujeres murieron pocos años después de la boda, tuvo 8 hijos pero sólo 2 estaban vivos cuando Felipe dejó este mundo. El monarca había asistido a la muerte de 17 de sus familiares.


REACCIONES A LA MUERTE DEL REY. Para algunos, ahora se vería “lo que valían los españoles”, sin un rey que los trataba como estúpidos, en palabras del embajador Sonanzo: "Con mis propios oídos escuché al Adelantado de Castilla declarar que ahora se sabrían lo que valían los españoles, ya que tenían las manos libres y no estaban más sujetos a una sola cabeza, que creía saber todo lo que se podía saber y que trataba a todos los demás como estúpidos". En algunos libelos madrileños se denunciaba "quan ciego y errado fue todo el govierno passado". Para el escritor Baltasar Álamos de Barrientos en octubre de 1598 Castilla vivía una situación apocalíptica en la que "las ciudades y villas grandes estan faltas de gente, y las aldeas menores despobladas del todo, y los campos sin hallar ya apenas quien los labre...]. No hay lugar que esté libre desta miseria, procediendo estye daño principalmente de la grandeza y paga de los tributos, y de gastarse lo procedido desto en guerras estrangeras". Mateo Alemán en su “Guzmán de Alfarache” expresaba que en 1599 que "el nombre español ahora casi no tiene ninguna consecuencia". Un comentarista añadía que los españoles "somos aborrecidos y odiados, y esto lo han causado las guerras". El escritor Ibáñez de Santacruz denunciaba que Felipe II "hundió más de 300,000 millones en los pantanos de Flandes, las stratagemas de Francia y en las desconsideradas de Ynglaterra [...]. Si de  proposito han ydo como carneros al matadero demas de las otras naciones 200,000 españoles, para que en los pantanos de Flandes los matasen [resultaba que el difunto rey era] peor que Neron".

«¡Si el Rey no muere, el reino muere!», era un dicho popular en los últimos años de su reinado.

Casi un siglo de reinado de Carlos V y de Felipe II habían sumido al país en una oscura noche que se prolongaría durante siglos. En los últimos años de Felipe II, algunos intelectuales, como el padre Juan de Mariana, siguiendo nuestras mejores tradiciones medievales, expresaron su rechazo a los gobiernos tiránicos. Añadía en 1599 que "El rey debe estar sujeto a aquellas leyes que sancionó la república, cuya autoridad es mayor que la del rey".

Pedro Agustín decía en 1599 que "el nombre de poder absoluto es más bien tiranía y fue inventado por los aduladores de los monarcas".

Fray Luis de León: “Los príncipes y legisladores, aunque soberanos, están obligados en conciencia por las leyes, que atañen a todos por igual.” Seguramente opiniones como ésta le llevaron a la cárcel.

El descrédito de la monarquía era general. Un canónigo de Jaén, en 1597 decía que "si en España fuésemos gobernados por una república, como en Génova o en Venecia, tal vez no habría necesidad de todo esto".